viernes, 17 de octubre de 2008

8:20 p. m.
A la muerte de mi hijo, se llamaba García aunque no me dio tiempo a declararlo.

Por Gilberto Lima

Dicen que la niñez es un péndulo entre la sonrisa y el llanto.
En García no fue así, en él, el oscilador siempre apuntó hacia la franja de la sonrisa.

García no vio muchas cosas en los pocos días que vivió entre nosotros, pero más de una vez chocó su mirada con la mía y sí que pudo ver esa alegría que me daba su mirar.

Le canté y me escuchó. Le hice cosquilla y se espantó. Cuando apreté su manita, algo que hice cada vez que tuve la oportunidad, sentía la fuerza del ser que intentaba demostrar haber dejado atrás la condición que tenía de prematuro, aunque apenas tenía días de nacido

Fue un péndulo entre la sonrisa y la masculinidad. Una de las enfermeras fue testigo de eso una tarde en que lo bañaba.

Yo fui de los pocos que pude ver a García con ropa. Y por cierto le quedaban bien bonitas, parecía un doctor, como reza un spot de televisión.

Dios hizo un milagro a través de él, su ciclo entre nosotros fue suficiente para demostrar que cuando se quiere se puede. Él pudo hacerlo, pudo, a pesar del complejo cuadro clínico, soportar 27 días para brindarnos casi un mes de puras sonrisas.

Cuando le profesé quererlo con la fuerza de mis cinco sentidos, él me miró, me escuchó, olió, me parpó. Sin embargo, una cosa, no pudo demostrarme, su sentido del gusto. No poder comer fue, tristemente, uno de sus problemas natales.

García se despidió como lo hacen los grandes, no permitió que ninguno que no viera en vida su rostro alegre, viera luego de su muerte su rostro frío e impasible, aunque aún así, digo yo, parecía un ángel, el ángel que aunque nunca habitó su casa paterna, siempre estará dentro de ella.

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